
rma Rivera Nieves, Ph.D.
Departamento de Humanidades[1]
Defensa del cinismo (el cínico ante la Ley)
Lots of people are praising you, Anthistenes was told.
Why? He asked, what have I done wrong?
DL. 6.8
¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros!
Lucas, 6,25
The drive toward monoculture causes a dewilding, of both places and people.
George Monbiot, Feral
Nos proponemos hacer en este trabajo la defensa del cinismo –de la escuela cínica[2]-, haciéndonos cargo de los siglos de descrédito que pesan sobre ella. Se verá el valor de verdad que puedan tener sus enseñanzas. Esta mirada benévola no es sólo nuestra, también cristianos y estoicos antiguos, con su altísimo sentido de la virtud, encontraban elementos dignos de ser pensados y atendidos en esa escuela que nosotros, precipitadamente, asociamos al nihilismo postmoderno.
Para las escuelas morales antiguas la virtud es el camino a la felicidad. No hay felicidad sin virtud, sin esfuerzo de excelencia. ¿Cómo pues se verifica esto en el cínico –me centro en Diógenes de Sínope- con su enemistad universal, es decir, su rechazo de todos los lazos, sociales y políticos, con su actitud activamente antisocial y apolítica, sin ninguna ilusión en los divinizados lazos sociales y políticos con los que llegaron los modernos a identificar la vida valiosa y productiva, y hasta la vida buena y sana?
Devuelvo a la palabra cínico el significado antiguo, que señala una escuela moral digna de ser considerada, al menos como objeto de pensamiento. No hay pues, en el uso que hago de la palabra, menosprecio ni censura –lo que no significa que apruebe sus propuestas-. Que se les confundía con los cristianos[3] por la semejanza de muchas de sus enseñanzas y por comunes elementos estéticos; que hay coincidencias con los estoicos; que se consideraban descendencia de Sócrates, como el mismísimo Platón, son tres criterios que nos permiten remover del término cínico algo del vituperio acumulado durante siglos. Estas asociaciones (con cristianos y estoicos) nos sirven también para objetar el uso del término para aplicarlo a los yuppies y desencantados actuales que, hijos de la burguesía, de Nietzsche, Freud y Marx, y del capitalismo tardío, pertenecen a otra genealogía[4]. Uso pues el término en el sentido más descriptivo posible, indagando su pensamiento y sus supuestos.
Por Ley entendemos aquí todo lo que le notifica el límite a los seres humanos. Esta nos constituye, es decir, nos permite ser lo que somos, encarnarnos en figuras específicas y determinadas. Límites multiples y variados como el que la noche le pone al día, el semáforo, la diferencia sexual, la lengua y su gramática, la moral, las reglas de convivencia, la profesiones y los papeles que en ellas representamos, las disciplinas, la definición, el significado, etc., etc., son algunos ejemplos. Larga lista que concluye con el definitivo: la muerte.
En la reflexión que sigue describo primero la moral estándar del ciudadano para luego ver cómo se ve cada imperativo desde el punto de vista cínico.
Repasemos la moral aceptada, la forma de vida aprobada, antes y ahora, por la mayoría: una de servicio a la sociedad y al estado. La estoica moral ciceroniana tal como se expone en Los deberes[5] la tomaré como el código aceptado a lo largo de los últimos dos siglos y un poco más. Después examinaré cómo la resignifica el cínico.
Cuatro son las partes de la honestidad ciceroniana: sabiduría, justicia, fortaleza y templanza. Debemos ser veraces, justos, fuertes y moderados; así nos hacen esas cuatro partes que deben estar presentes para una vida honesta. Honestidad requisito para la vida política. (Ni antes ni ahora se ha cumplido, lo que no obsta para la validez de la aseveración de que es la regla, el estándar, el ideal, aunque sabemos que siempre comprobamos su derrota.) Veamos esta figura de la ley moral antigua, para ver luego cómo la reformula el cínico.
La vida pública no era una opción para los varones de la antigüedad, el ciudadano no puede no participar o actuar por proxy.[6] Debemos recordar que para los antiguos la vida política era la vida buena: la vida en la polis supone la participación del ciudadano, del común y corriente en los asuntos y en sus asambleas y, de los encumbrados, en la vida política más alta y visible, ocupando los curules del estado. Con el término idiota acusaban los antiguos a una persona privada, es decir, totalmente apartada de los asuntos sociales y políticos.[7] La antigüedad no conocía nuestro individualismo burgués, la deconstrucción, ni el nihilismo tardoburgueses. Como veremos, su cosmovisión -el sentido de la totalidad y de la verdad- es muy diferente de la moderna.
En Los deberes, Cicerón, en medio de la crisis final de su amada república, se aparta a su casa de campo para escribir este testamento político a su hijo Marco -para muchos, figura interpuesta del verdadero interlocutor: el joven y emergente Octavio, que será Augusto, primer emperador, unos pocos años después. Descarta vigorosamente para su hijo -para las nuevas generaciones próximas a relevarlo de sus trabajos en la escena pública- las escuelas de moda entonces: escépticos, que niegan la verdad: epicúreos que postulan el placer; y los ambulantes cínicos que rondan las ciudades antiguas con sus propuestas de una vida asocial y apolítica. Ninguna de estas escuelas le permitiría a los jóvenes -que son el lector imaginado por el abogado que escribe Los deberes- hacer la carrera de los honores requerida para las magistraturas. Propone pues -abogado al fin- multitud de reglas para hacer posible una vida honesta dedicada al calor de la política. Honestidad cuyo repetido axioma es no confundir lo público con lo privado.
1. Sabiduría: de la necesidad del saber para ser veraces
Romano, no griego, reconoce Cicerón la necesidad del estudio y el saber para poder ser veraces, pero sin exageración. El saber que consigue el estudio es para la acción, y la honestidad buscada es para resplandecer en la vida política. “Todo el valor de la virtud está en la acción.” Y acción, aquí, es el servicio de la república, ocupando sus magistraturas. Se descarta como virtuosa toda vida dedicada sólo al estudio, al saber como único amor, a menos que se tengan dotes excepcionales, “grandes y divinas cualidades” [8]que sólo poseen algunos. La excepcionalidad es una rareza. La que más adelante en este “testamento”, aplica sólo a Sócrates para justificar su indiferencia política.
También para el cínico la filosofía (el saber) y con ella la verdad es una de estas señales del camino hacia la felicidad, inseparable de la independencia y la libertad. Podría incluso convalidar aquello de que “Todo el valor de la virtud está en la acción”, pero el significado es otro, no se trata de que la vida de estudio o especulativa nos aleje de las obligaciones sociales y políticas. No interesa la Filosofía, sino la vida filosófica, -Sócrates es el modelo-, es decir, una forma de vida que auspicie la claridad mental. Esta búsqueda de la apolínea claridad conlleva un vivir y pensar que reclaman lo que los modernos (que todavía separan la mente del cuerpo) llaman las prácticas, los actos. Hay pues, también en el cínico, un distanciamiento de la vida de estudio, pero porque no tiene nada que ver con la felicidad; más bien al contrario. Se burla de las abstracciones filosóficas que no tienen ningún efecto en la vida que se vive en el cuerpo, aquí y ahora. Platón es un blanco frecuente, y parece que fue Platón quien lo bautizara “el perro”, dando el ambiguo nombre de la escuela. La sabiduría es un compromiso con la verdad a toda prueba, y dispuestos a pagar el precio o, más bien, amando el ostracismo y el repudio que van con ella. Y es que la obligación de ser veraces es con uno mismo. Como el Sócrates del Fedro, su pregunta es por sí mismo, por el autoconocimiento (por el délfico Conócete a ti mismo) como camino del saber. De ahí la hercúlea severidad y la ausencia de sentimentalismo del cínico –no hay lamento alguno por la no-pertenencia ni por el menosprecio que recibe-, más bien son buenas señales. La palabra y la vida –la que se vive, no la que se piensa o teoriza- no pueden tener disimulo ni agenda escondida, pero no por ser buenos, veraces o sinceros con los otros, más bien al contrario, el camino de la verdad requiere crecer en la apatía o indiferencia social. El cruce de caminos del cínico es la verdad o la escena social-política, la disyunción es exclusiva, uno u otro, no ambos.
Tomemos por ejemplo, la vida en vitrina del cínico, -la casa de Diógenes era un tonel en plena ciudad, que muchos asocian equivocadamente con nuestros homeless-[9], ¿a qué obedece? Podríamos pensar, en primer lugar, que escogió, como su maestro, una docencia estética: encarnar un espectáculo de pobreza, naturalidad y carencia que, contrario a lo que aparece, pone en escena un ser humano sin necesidades.
¿Retórica o atletismo? Autores hay que estudian la retórica cínica. Ahora bien, si hay retórica quiere decir que se busca persuadir, convencer, ser mirado, atendido y, de alguna manera, hasta aprobado. El propósito de escandalizar, de llevar la contraria, de desafiar, ¿no es acaso la forma más adolescente del ser para el otro? Demanda de lazo mediante la desaprobación, que no es muy diferente del lazo mediante la aprobación que nos proponía el abogado romano. Esta adolescente rebelión sería la forma más triste de la dependencia –que es de lo que huye el cínico aún a riesgo de su vida, la que expone a condiciones extremas antes que a la merced del prójimo. La guerra cínica contra el mundo de las necesidades (que crece conforme crece la socialidad), no puede ir a parar a la búsqueda de la mirada –da igual que censora o admirada- de los otros. Un perro callejero no se compromete por un poco de alimento.
El rechazo de la socialidad es un dispositivo de verdad, se trata de apurar cada vez más profundamente el desprendimiento inherente a la verdadera libertad. No quiere probarle nada a nadie, sino a sí mismo. Sí podemos decir, acudiendo a nuestra omnipresente psicología, que el cínico busca e invita el rechazo, pero porque éste le informa si va por buen camino, si va creciendo en fuerza y desprendimiento. Entra, cuando todos van saliendo, como un ejercicio. No es el eremita que se va al desierto. No es el poeta que se esconde tras los soportales para no ser reconocido por sus admiradores. No es Sócrates que, examinando a los importantes de la ciudad -y ganándose enemigos en ello-, haciendo un bien obtiene un mal. La filosofía es un saber para la vida, para la claridad mental, que es siempre puntual, eficaz sólo en el camino del desprendimiento y, el rechazo, es su escuela: la independencia (la no dependencia de los lazos sociales y políticos con sus pasiones, deseos interminables, ataduras, lazos, deudas y demandas, artificialidad, todos dispuestos para producir las formas más diversas de ofuscación y dependencia), es necesaria para la libertad.
La honestidad cínica respecto del saber, con su correspondiente propósito de crecer en claridad mental, prosigue el socrático no-saber porque lo heroico es saber que no sabemos, o lo poco que vale todo lo que sabemos, para los fines, existenciales, perseguidos. Saber que no sabemos, que siempre podemos aprender y crecer en independencia y, aún así, seguir el camino. Sólo arrancamos de un punto honesto si damos por supuesto ese fondo de no-saber que es otra manera de decir la forma más elemental de la Ley, esto es, la limitación humana, el continuo aprender y crecer.
2. Fortaleza: de la necesidad de ser fuertes para ser honestos
La capacidad reproductiva–que es el tema profundo de ese testamento político que es Los deberes- supone que se desea, no simplemente la conservación de lo que hay, sino aún más su incremento. La salud política no es sólo que haya romanos, sino que vayan a más, que haya crecimiento, incremento, florecimiento.
En la moral ciceroniana se ha de ser fuerte para alcanzar la serenidad de un alma libre de pasiones, esto es, libre de perturbaciones; magnanimidad o apatía afectiva, requisito para ocupar las magistraturas. Las pasiones (envidia, codicia, deseo de mando, pasión de gloria, etc) son fuente de perturbaciones, las que, nublándonos la apolínea razón, terminan haciéndonos injustos, es decir, rompiendo los lazos. La finalidad de alcanzar, retener y brillar en las magistraturas no es compatible pues con la injusticia a la que nos llevan las pasiones. La figura del magistrado codicioso es, en esta moral, una contradicción de términos. Ya Platón afirmaba la necesidad de que no deseen las magistraturas los llamados a ocuparlas (Rep. 520. a-b). Y es que se da por supuesto que la tarea común de los curules, de los cargos del estado, es la conservación de los lazos, lo que explica, como veremos, las muchas y pormenorizadas reglas que hacen la justicia de la que habla el abogado romano y la serenidad, imperturbabilidad, en que consiste su definición de la fortaleza.
Para el cínico también hay que ser fuertes. Hércules es el modelo, “el santo” de los cínicos por considerársele un héroe malentendido, no intelectual, que rechaza las perspectivas supraindividuales, comprometido con su sola perfección mediante el ejercicio del cuerpo y el alma, desprendido de todo lo que signifique menoscabo a su independencia y libertad.[10]. Fortaleza sí, pero ni la finalidad ni los medios son los ciceronianos. No hay que ser fuerte para ocupar las magistraturas, ni la fortaleza es un estado de imperturbabilidad interior. La claridad mental, finalidad del saber (del estudio y búsqueda de la verdad) es una constante en Occidente. La encontramos en Descartes: búsqueda de claridad mediante una vida de introspección solitaria en su gabinete. También Kant nos da su fórmula: cuando analiza el caos revolucionario de su tiempo se posiciona como espectador entusiasta, pero externo, distante. Sólo que la claridad mental cínica no se alcanza intelectualmente, es inseparable del atletismo, de un continuo ponerse a prueba.
Así la “búsqueda del deshonor” es elemento esencial de la gramática de sus gestos. “By means of public censure the cynic sought to attain hardness, apathy and freedom.”[11] Como vimos, tenemos dos hipótesis: una retórica o un atletismo, esto es, una praxis del desprendimiento en vistas de la fortaleza. Porque –y también a nosotros nos disgusta la vida cínica- la vida inhumana en vitrina, la práctica en espacios públicos de conductas reservadas a espacios privados, el rechazo de las protecciones que pueden dar las asociaciones, el marchar contracorriente, son maneras de probarse a sí mismo cuán poco importa la línea horizontal, la línea, para Cicerón obligada, de ser para los otros. La aspiración –quizá descabellada de este lado de la tumba- es que los otros no tengan ningún valor identitario: ser con (no hay que huir al desierto) sin ser para el otro, no depender, no sacar la identidad del otro, del comercio humano. Y es evidente que este estado no se alcanza sin esfuerzo, exige una suerte, muy dura, de “do it yourself”. Buscar el espejo ciego -que abomina Heidegger. La desaprobación que despierta no busca ni convencer ni ofender al otro, sino descubrir cuán poco importa el otro (la escena social) para nuestra felicidad. El escándalo no estaría referido al otro, no sería para el otro, sino para sí mismo, como manera de probar que también del otro puede desprenderse. Un niño bebiendo de sus manos le dio la lección de que podía desprenderse de su cazo como un objeto inútil, y el éxito de saberse con una necesidad menos. Rarefacción de la línea horizontal, ausencia de peso óntico y ontológico de la socialidad. La reflexión simétrica –las relaciones humanas ordenadas en función de equivalencias de fuerzas- tan atendida por poetas y filósofos –por primera vez se hace añicos. Actos, palabras y gestos autoreferidos, es decir, con los que quiere probarse a sí mismo cuán independiente de la escena social puede llegar a estar, y ser. Más que ante una retórica, estamos ante una práctica atlética, una prueba personal de fitness, como un atleta que mide solitariamente su capacidad de habitar el desierto. Y si de la línea horizontal esperaba poco, aún menos de la línea vertical. Cuando el augusto Alejandro, atraído por su fama, fue a verlo y le conminó olímpicamente a pedir lo que quisiera, Diógenes pidió que se moviera porque le tapaba el sol.
Pensemos los apodos y títulos con los que fue nombrado: Platón lo llamó “el perro”, connotando un ambivalente desprecio que Diógenes, con su apatía e ironía características, resignificó como un elogio. “Sócrates loco” que reconoce, la virtud de un discipulado extremo: la apolínea razón, por la entrega el ateniense su vida -véase la Apología-llevada hasta el delirio. “El ojo de Dios” que se asemeja a una voz que grita en el desierto. Pienso, sin embargo, que todos estos títulos tienen que haberle divertido a quien hizo, como Sócrates, del rechazo de sus coetáneos, virtud: impulso a la excelencia (autosuficiencia, independencia, libertad). ¿Por qué desinflar el desafío cínico en una retórica contestataria, siempre funcionalizada por la Política? Se probaba a sí mismo cuán ligero de equipaje podría hacer el viaje de la vida, sin las redes sociales y la ciceroniana hambre de mirada.
3. Templanza: ser moderados para ser honestos
Como todas las escuelas morales, rechaza el cínico la glotonería, la lujuria, la envidia, la pereza, pero no porque son el fruto de alguna ofuscación pasajera, de una parálisis momentánea de la razón y de la voluntad acometidas por las pasiones, ni por razones estéticas –como las interpretaba Cicerón-, sino porque son serias derrotas de la dura ética del desprendimiento, que es el camino de la virtud con vistas de la felicidad. Otra vez, Hércules es el modelo de vida para el cínico. Ascesis continua porque la práctica irá reduciendo las supuestas “necesidades” y haciéndonos cada vez más independientes y libres. No es un deber de moderación o de la ciceroniana imperturbabilidad interior, siempre en vistas de una estética que logre la aprobación del prójimo. Nada más lejos que una estética en vistas de logros sociales –ya sea de lograr aprobación en vistas a crecer en autoridad social o de provocar desaprobación en vistas de convencer y lograr adeptos para, a la postre, lograr también prevalecer-. No es por una lógica social relacional que se impone privaciones, ni porque el cuerpo sea una realidad ontológica inferior. No es que las pasiones, el incremento continuo del reino social de “la necesidad”, nos perturben y que, peligrosamente, muestran al prójimo las tormentas que hay detrás de nuestra magnanimidad y serenidad aparentes –lo que preocupaba al abogado romano- sino aún peor: que nos atan. Las pasiones, los excesos, son el camino contrario a la independencia y a la libertad. Nadie más atado, más esclavo, que el sibarita.
La vergüenza, como técnica de control social, no tiene cabida en el mundo del cínico. No hablo de que no sintiera vergüenza el autor o el espectador –cosa que no tenemos manera de saber-, sino que la llamada “desvergüenza cínica”, es un sinsentido. Si se interpreta como una retórica inspirada por un deseo de persuadir escandalizando al prójimo, se agota en un mecanismo adolescente de notoriedad que no tiene nada de cínico; si la interpretamos como un ejercicio atlético, el fruto sería la independencia, la soberanía de un vivir solitario. Era común en las escuelas morales antiguas el atletismo ético: el emperador Marco Aurelio –de la escuela estoica- cultivaba el hambre, ordenada servir la mesa, para sentarse frente a los manjares y retirarse sin probar bocado. El objetivo: vencerse a sí mismo, porque el enemigo de la virtud es uno mismo.
La escuela de la animalidad aclara el asunto. Sócrates se imaginaba como un tábano perturbador de la paz de las gentes y la democracia atenienses. Aristóteles y Cicerón verán en la colaboración de las abejas el modelo para el éxito de las repúblicas. Esta es la animalidad elogiada por antropomorfizada. Para el cínico que estudiamos, la animalidad no es una metáfora. La animalidad es la animalidad. Entre el filósofo y el animal hay semejanza, proximidad, familiaridad, coexistencia, de ahí que el cínico saque de ellos lecciones: la frugalidad, independencia y ausencia de derrotero del perro callejero es una lección moral. También la inventiva de supervivencia del ratón. En el seguimiento del apolíneo ‘conócete a ti mismo’, privilegia el cínico la escena natural impersonal (frente a la escena social-política).[12] Basta leer a Homero para ver que los antiguos tomaban la Naturaleza (la Physis) como espejo. Es por esta cosmovisión –manera de interpretar el Todo- que se puede ser apátrida y cosmopolita.
Para el romano, en cambio, tanto la magnanimidad, fruto del deber de fortaleza, y la templanza que nos obliga a ser moderados (cuarta parte de la honestidad) tienen un importante componente estético, deben darse a los sentidos del otro, presentarse en la puesta en escena en que consiste la política como teatralización del estado. El fin: la aprobación en vistas de los curules. La metáfora de esta colaboración son las abejas; obligación de ser para el otro. Otro que es un Nosotros. Tanto las políticas liberales de nuestro tiempo, como las marxistas, prosiguen esta apoteosis del animal político: una vida agotada en lo social-político, sólo que, para los antiguos, el orden humano no es lo último, como veremos.
4. Justicia: ser justos para ser ser honestos
A la Justicia, segunda parte de la honestidad ciceroniana, le dedica el abogado muchas páginas porque no hay para él vida buena sin lazos –deberes en el sentido de deudas- y la justicia es la única manera de conservarlos.[13] Esta voluntad de ser para los otros le viene de La república platónica y de la aristotélica consubstancialidad entre ser humano, es decir, hablante, y ser político (vivir en la polis). Cicerón habla como pater familias, es ésta su identidad sin grieta alguna, no hay para él pues manera de no intervenir en la escena social y política, a favor y en contra, es una obligación del padre. La justicia es el arte del lazo que, si acudo al lenguaje tecnológico de nuestros tiempos, hace posible el capital social requerido para la carrera de los honores, para vida política. Dado que la justicia es el como el pegamento de las relaciones humanas –la injusticia rompe los lazos- expone el abogado las innumerables y minuciosas reglas que deben guiar nuestra relación con los otros.
Ahora bien, si el individuo, el singular, se debe a la otros, hay dos líneas: la línea horizontal prosigue en la vertical, o a la inversa. En la línea horizontal está obligado (ob-ligado) por los lazos humanos, de los más próximos de la familia a los más lejanos de los diversos intercambios; en la línea vertical se debe a ley supraindividual, al Estado (la Ley de la ciudad). Pero más alto aún, para el romano, la moral (cómo conducir la vida) y la religión (la realidad última, los divinos) están funcionalizadas al servicio de la República, presiden sin discontinuidad sobre la escena política. Una especie In God WE trust romano. Lo resumo en el siguiente cuadro:
Presidiendo sobre las tres partes de la honestidad estudiadas arriba –sabiduría, fortaleza y templanza- coloco la Justicia, porque para los antiguos el orden humano bebe, participa, de un orden más alto. Justicia, en el sentido antiguo, como un orden, una regularidad, propia de la Physis (traducida pobremente por ‘Naturaleza’).[14]
Gustan los postmodernos de acercar Diógenes a Nietzsche[15]. Proximidad que, como aquella que lo confundía con los cristianos, es demasiado aparente y anacrónica para ser verdad. El isomorfismo de las condiciones de la experiencia y el objeto de la experiencia fue un supuesto de la cultura de Occidente hasta Nietzsche, quien sacrificó al sujeto de conocimiento con su noción de invención[16]. Esta noción refuta el misterio del acoplamiento de la razón humana con la razón ínsita en las cosas, asombro reverente de los antiguos –y de Einstein- y supuesto de la cultura de Occidente hasta NFM. Con estos la violencia –¿el Odio de Empédocles?- fue elevado a Principio y motor del devenir social, político y cultural. El sacrificio nietzscheano del sujeto de conocimiento hizo del conocimiento, del lenguaje, de la cultura, formas de violencia. No hay revelación (aleteia), descubrimiento, ni Eureka, sino pura voluntad de poder. Este no es el Mundo –la concepción de la totalidad- de Diógenes, ¡no podemos honestamente hacer del “Perro” un nietzscheano antiguo!
De ser Diógenes un nietzscheano antiguo, los cínicos serían los únicos que se habrían distanciado de la noción de Physis que atraviesa todo el pensamiento antiguo: la idea de que la Totalidad obedece un orden y regularidad, por encima del fluir o de la caducidad de lo particular e independiente del orden que llamamos Política y Sociedad. No hay que ser estoico para pensar que la Ley, el orden, la regularidad, no pertenecen sólo al orden social y político. La Ley apunta, en su significado primario, a la existencia del límite para todo lo que es, no sólo los humanos. Para los humanos, el término connota ese lugar oscuro, denso, perturbador, que nos notifica la existencia del límite y la limitación. Desde Heráclito y Anaximandro –dejo para un estudio separado este tema en Homero- los órdenes humanos participan de un orden superior, y cuando no lo hacen, no sirven para nada. Heráclito incluso dice que quien no ve esto está dormido y que la mayoría lo está. Cuando Diógenes admira al ratón, por ejemplo, es porque ve una sabiduría natural que puede enseñarle más que las convenciones rebuscadas de la vida urbana. La función especular se la atribuye a la impersonal escena natural, más que a la humana –y, supongo, que esto ofende al humanismo moderno: que los animales nos enseñen más que los coetáneos. También los lirios del campo. En este sentido estaría mucho más cerca de nuestra ecología[17] que del imperio nietzscheano de la arbitrariedad simbólica. Diógenes no le hace caso al orden humano, no se mira en él, porque no le confiere valor para los fines de claridad, independencia y libertad que persigue.
La Justicia es cósmica, cierto que supone lazos, pero estos no se agotan en lo social-político. Physis, Cosmos, aluden a un orden, una regularidad que enlaza todo. Las estaciones, el día y la noche, los cambios climáticos, las conductas de los otros habitantes del Planeta, son elementales ejemplos. La Physis, como afirma Daniel Heller-Roazem apunta a: “A juridical realm more archaic than civic law of peoples (ius gentium), a legal order common to all living things, animals no less than human beings.’’[18] Orden preexistente al orden político-social, del que éste, cuando sirve de algo, participa. También el logos humano participa de este orden. Cuando Pitágoras, por ejemplo, afirma que la estuctura de todo lo que es, es numérica, no está diciendo que esto es un invento de su mente, sino una revelación (aleteia), que él sólo ha retirado un velo, revelado una verdad que está ahí para todos.
Isomorfismo de la condiciones de la experiencia y el objeto de la experiencia -en palabras modernas- que sólo NFM y su postmoderna progenie- negarán, para dar paso a una concepción de la cultura, no sólo separada de la Naturaleza como se pensó en el Renacimiento, sino como violencia edulcorada. De ahí este mundo infernal, imperio del Odio, que ven las ciencias sociales y que hace entonces tan necesario al Estado. Este no es el Mundo de los antiguos: “As Aristotle points out in his discussion of the Presocratics, nature meant something akin to the idea of the processes and transformations of the physical world, that is, the recurrent ways in which, according to their nature, things living and inanimate, arise, remain in existence, and pass away. (…) thus nature stood for the ways in which, in accordance with the logical laws that govern the world, things come into being and cease to exist.”[19]
En esta cosmovisión, una vida frugal, independiente de los lazos sociales y políticos, no significa desprotección, abandono, alienación, locura. Sí podemos decir que Diógenes debió ser considerado un idiota (en el sentido apuntado arriba). No escuchar las convocatorias sociales ni atender al hambre de mirada que avasalla al abogado Cicerón, a los políticos y los magistrados, tiene diferentes implicaciones si habitamos el Mundo presidido por la Violencia de NFM o ese otro al que nos lleva la Physis. Los modernos tendrían que empezar a preguntarse si el imperativo de socialidad y participación política, incrementa la independencia, y con ella, la libertad. Es obvio que tiene poco que ver con la verdad y la claridad mental.
La reducción cínica de la dependencia es requisito para perseverar en el propósito de virtud y felicidad. Una vida limpia de todas las prótesis, artefactos y artificios con los que plagamos la nuestra. Esta independencia, que hay que ejercitar y que siempre puede crecer, es condición necesaria para la vida feliz y buena. No se trata pues de una iluminación intelectual, una teoría, o de esfuerzo intelectual o espiritual, sino de una práctica gradual y hercúlea del desapego y del desprendimiento que nos señala algunas decisiones y renuncias; decisiones como el lugar donde coincide la inteligencia, la voluntad y la acción. No se trata de la vida de la mente o de alguna propuesta especulativa, teórica, conceptual, o meditativa, del paulino hombre interior tampoco. Las decisiones requieren actos, una forma de vida. A caminar se aprende andando, la independencia es individual y hay que ejercerla, ejecutarla. Podríamos incluso decir que la inteligencia que importa es la ejecutiva, sólo que la soberanía buscada es sobre uno mismo.
Hemos querido probar que la moral cínica tiene aún sus lecciones. Que cuando Diógenes se niega a sacar su identidad de la Referencia social o estatal no está condenado -como lo están los postmodernos- al solipsismo, al narcisismo, al nihilismo. También los ecólogos, clausurando la moderna distinción Naturaleza / Cultura me han ayudado a dirigir una mirada menos prejuiciada sobre “el perro”.
Sócrates ante la ley
El caso inspirador es Sócrates. El caso perturbador -para Cicerón- también es Sócrates: un maestro –en el sentido más fuerte de la palabra- que desafió la ley de la ciudad: por no aspirar a cargo alguno, por no participar en sus asambleas, por dedicar su tiempo al examen y al saber, por menospreciar la ley de la democracia ateniense instilada por la sofística, por no referir su palabra y su acción a la ley de la ciudad sino a la voz del dios (Apolo) que le guiaba siempre, hasta en los momentos de mayor oscuridad, como el día del juicio del que saldría su condena a muerte. Sócrates es un individuo que se fue haciendo monumento. En él verán también los cínicos su ascendencia, especialmente en esa línea de su legado en que deja claro que su pobreza es su orgullo, porque es condición necesaria de su libertad, de poder dedicar su vida al examen y al saber, de vivir la vida que ama. Y por la que pagará el precio.
Cicerón tiene que atender este “caso”: una vida ejemplar, separada de la oficialidad y guiada por principios suprapolíticos. Aduce su excepcionalidad para dar por aceptables estas licencias. Pero a su hijo y a la juventud de su tiempo no les reconoce tan altas credenciales para seguir su ejemplo. El asunto es que del divino Sócrates salieron dos linajes: Platón, y su larga descendencia como los granos de arena,reclamarán a Sócrates como padre; pero de igual modo, Antístenes y Diógenes, cínicos que, también lograrán reproducirse por vías menos celebradas, tomando la pobreza como esposa, hacia la libertad.
Si acudimos al esquema propuesto arriba veremos que “el caso” Sócrates ve la línea horizontal, la relación con sus pares conciudadanos, como una misión: perturbar la vida orgullosa y confortable de la Atenas de su tiempo, su magisterio guiado por el imperativo de autoconocimiento puesto en práctica en sus conversaciones en la escena urbana. En la línea vertical, la ley de una ciudad corrompida por el afán de aplauso, la mentira y las riquezas. Pero más allá de ella, Apolo, dios de la luz, que ni siquiera ante la condena a muerte que contra él decide la ciudad, lo ha abandonado.
¿En qué sentido pueden los cínicos reclamar esta tan prestigiosa ascendencia? ¿Por qué quiere Cicerón cerrar la vía del cinismo para su hijo, si los cínicos se proclaman hijos de Sócrates? ¿Qué confusiones o malentendidos quiere, ya viejo y en desgracia, aclarar? Cierto que la indistinción entre vida privada y pública de los cínicos antiguos nos permite fácilmente acusarlos de deshonestidad o, al menos, de exposiciones deshonestas, pero, rodeados, como estamos, de tantas miserias honorables productos de la apoteosis moderna del animal político, no abandonaremos la pregunta por la forma de honestidad, de virtud (excelencia) para la felicidad, que nos propone la escuela cínica.
Algo pues debe haber digno de pensarse cuando Platón, Séneca, los Padres de la Iglesia, se ocuparon de Diógenes: “Sócrates loco”.
Notas:
[1]Agradezco al Departamento de Humanidades de la Facultad de Estudios Generales por un descargue de tarea académica que me permitió dedicarme a este ensayo.
[2]Cf. Luis F. Navia, Diogenes the Cynic. The War Against the World, Humanity Books, 2005;cf.tb. Giovanni Reale, “Anthistenes and the Foundation of the Cynic School” en A History of Philosophy I From the Origins to Socrates, Un SUNY, 1987.
[3] Cf. F. Gerald Downing, Cynics and Christian Origins, T & T Clark Edinburgh, Scotland, 1992;
Christ and the Cynics, Jesus and other Radical Preachers in First Century Tradition, J.S Press, England, 1988; cf. tb. Gilles Dorival, “L’image des cyniques chez les Pères Grecs”, en L’cynisme ancient et ses prolongements, PUF, Paris, 1993, p-419-443. Las semejanzas son externas –del orden estético y moral- porque las metafísicas son abismalmente distintas.
[4]El postulado común a Nietzsche, Freud y Marx (NFM en lo sucesivo), hijos del iluminismo y la revolución industrial, es la cultura como Violencia (voluntad de poder, lucha de clases, Thánatos vs. Eros). Como es sabido, la obra de estos prosigue en la de Foucault, Althusser, Lacan y su innumerable descendencia en la Academia. Ni siquiera los llamados contestatarios (post-NFM) se apartan de este imperativo de participación social-política, sólo que lo hacen desde una de estas tres posiciones: como un trabajo de zapa; mediante la perversión de la ley, o mediante una oposición funcionalizada, es decir, una oposición que se integra a la estructura que se supone ataca, se hace parte de ella, la hace funcionar. En todos los casos, la participación política se entiende, al modo antiguo, como un imperativo moral-político.
[5] Cf. Marco Tulio Cicerón, Los deberes, Editorial UPR, 1976; cf. tb Platón, La república, Libro 7mo. & 519-520.
[6]En Atenas “se podía acusar y condenar a un hombre por incivismo, es decir, por falta de apego al estado (…) su gobierno cambió sucesivamente de monarquía a aristocracia y a democracia, pero ninguna de estas fórmulas concedió al hombre la libertad individual entendida como el derecho de existir frente a la ciudad y sus dioses.” Cf. Pedro Badillo, Antología de filosofía griega, Editorial UPR, 1987, p.16. En la platónica Apología de Sócrates, éste expresa, desafiante, que no participó en las asambleas e instituciones de la ciudad porque sus fines de vida eran más altos.
[7] Cf. Navia, op.cit. p162.
[8]Cf. ed.cit. Libro primero XLI. 148.
[9] El homeless encarna más bien la figura de la víctima que publicita su minusvalía como manera de cobrar una deuda, de exigir reparación. Lo interesante de la figura de la víctima -subjetivación tan frecuente en nuestros días- es que nos demanda una justicia (en la forma de reparación) que es infinita, es decir, la víctima nunca se sentirá reparada, sólo renovará constantemente la herida y la demanda. Al contrario de lo que se piensa, sólo la responsabilidad, es decir, la aceptación de la herida, curaría a la víctima.
[10]Cf. Ragnar Hoistad, Cynic Hero and Cynic King: Studies in the Cynic Conception of Man, Uppsala, 1948.
[11]Daniel H.H. Ingalls, “Cynics and Pasúpatas: The Seeking of Dishonor”, Harvard Theological Review: 281-298.
[12]Nunca podremos celebrar lo suficiente esa etapa del pensamiento de Occidente (siglo VI a.C) en que nació el Logos, no por alguna exaltación humanista de las capacidades humanas, sino, al contrario, por la conciencia, reverente, de la Physis.
[13]Triunfará en el Occidente moderno el sentido romano de la Política, esto es, la política atada a lo jurídico (lo político-jurídico). Debería sorprendernos que el artificio jurídico-menos importante que el político- lograra colonizar todas las relaciones humanas para convertirse en la rejilla por la cual se mira, evalúa y pesa todo. Los modernos viven una cultura de la Justicia jurídica. La gradual deconstrucción postmoderna del orden institucional laico (matrimonio, familia, política electoral, instituciones reproductivas, servicio público, etc) ha propiciado el éxito de las relaciones humanas organizadas en términos contractuales. La administración de la UPR, por ejemplo, ha desarrollado la campaña de la discusión del Prontuario durante los primeros días de clase para que se constituya el contrato maestro–alumno (!!!). Tarea que, por razones contractuales con una institución carcomida por la burocracia, realizo ante la mirada extraviada de ¿la segunda parte?, en mi caso los prepas. A falta de otro elemento cohesor, quedan en Puerto Rico al menos los lazos que establece el contrato y los conflictos y demandas que hace posible. La burocracia administrativa ha encontrado en este dispositivo una superficie de intervención con un aula que no la requiere ni la reconoce. Cuando se reclama justicia económica o educativa termina siempre por buscar acogida o traducción en el registro jurídico, como si fuera la única vía de implementación: apoteosis de lo jurídico independiente del axioma político. Dejo al lector la imaginación de un futuro próximo en el que todas las relaciones humanas estén organizadas como contratos y, también, la imaginación de relaciones humanas organizadas más allá o fuera del contrato.
[14]Es durante el Renacimiento que nace la distinción Naturaleza / Cultura, identificando la primera como algo Otro (la animalidad, los indios) del que la Cultura nos saca, nos libera. Nada más lejos de la Physis: ésta sostiene la vida precisamente por una fecundidad que vence la caducidad de lo particular. Esta separación de la Naturaleza justificará para los modernos la apoteosis del Estado-protector, renovación del patriarcalismo para el mundo secularizado burgués. Estos prestigios del Estado laico son tales que hasta los cristianos, buscando entrar en esta nueva teatralización, han hecho de Jesucristo un Trabajador social.
[15]Cf. R. Bracht Brantham, “Diogenes’ Rhetoric and the Invention of Cynicism”, en Le Cynisme Ancien et ses Prolongements, ed. cit.
[16]A partir de La verdad y las formas jurídicas y El orden del discurso acudirá Foucault a esta noción nietzcheana para el trabajo que desarrollará de ahí en adelante.
[17]Cf. David Abram, Becoming Animal. An Earthly Cosmology, NY, Vintage Books, 2001; George Mombiot, Feral. Rewilding the Land, Sea, and Human Life, Penguin Books, 2013.
[18] Cf. The Enemy of All. Piracy and the Law of Nations, NY, Zone Books, 2009, p. 60.
[19]Cf. Luis Navia, op. cit p.144-5.
Departamento de Humanidades[1]
Defensa del cinismo (el cínico ante la Ley)
Lots of people are praising you, Anthistenes was told.
Why? He asked, what have I done wrong?
DL. 6.8
¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros!
Lucas, 6,25
The drive toward monoculture causes a dewilding, of both places and people.
George Monbiot, Feral
Nos proponemos hacer en este trabajo la defensa del cinismo –de la escuela cínica[2]-, haciéndonos cargo de los siglos de descrédito que pesan sobre ella. Se verá el valor de verdad que puedan tener sus enseñanzas. Esta mirada benévola no es sólo nuestra, también cristianos y estoicos antiguos, con su altísimo sentido de la virtud, encontraban elementos dignos de ser pensados y atendidos en esa escuela que nosotros, precipitadamente, asociamos al nihilismo postmoderno.
Para las escuelas morales antiguas la virtud es el camino a la felicidad. No hay felicidad sin virtud, sin esfuerzo de excelencia. ¿Cómo pues se verifica esto en el cínico –me centro en Diógenes de Sínope- con su enemistad universal, es decir, su rechazo de todos los lazos, sociales y políticos, con su actitud activamente antisocial y apolítica, sin ninguna ilusión en los divinizados lazos sociales y políticos con los que llegaron los modernos a identificar la vida valiosa y productiva, y hasta la vida buena y sana?
Devuelvo a la palabra cínico el significado antiguo, que señala una escuela moral digna de ser considerada, al menos como objeto de pensamiento. No hay pues, en el uso que hago de la palabra, menosprecio ni censura –lo que no significa que apruebe sus propuestas-. Que se les confundía con los cristianos[3] por la semejanza de muchas de sus enseñanzas y por comunes elementos estéticos; que hay coincidencias con los estoicos; que se consideraban descendencia de Sócrates, como el mismísimo Platón, son tres criterios que nos permiten remover del término cínico algo del vituperio acumulado durante siglos. Estas asociaciones (con cristianos y estoicos) nos sirven también para objetar el uso del término para aplicarlo a los yuppies y desencantados actuales que, hijos de la burguesía, de Nietzsche, Freud y Marx, y del capitalismo tardío, pertenecen a otra genealogía[4]. Uso pues el término en el sentido más descriptivo posible, indagando su pensamiento y sus supuestos.
Por Ley entendemos aquí todo lo que le notifica el límite a los seres humanos. Esta nos constituye, es decir, nos permite ser lo que somos, encarnarnos en figuras específicas y determinadas. Límites multiples y variados como el que la noche le pone al día, el semáforo, la diferencia sexual, la lengua y su gramática, la moral, las reglas de convivencia, la profesiones y los papeles que en ellas representamos, las disciplinas, la definición, el significado, etc., etc., son algunos ejemplos. Larga lista que concluye con el definitivo: la muerte.
En la reflexión que sigue describo primero la moral estándar del ciudadano para luego ver cómo se ve cada imperativo desde el punto de vista cínico.
- Animal político / animal apátrida
Repasemos la moral aceptada, la forma de vida aprobada, antes y ahora, por la mayoría: una de servicio a la sociedad y al estado. La estoica moral ciceroniana tal como se expone en Los deberes[5] la tomaré como el código aceptado a lo largo de los últimos dos siglos y un poco más. Después examinaré cómo la resignifica el cínico.
Cuatro son las partes de la honestidad ciceroniana: sabiduría, justicia, fortaleza y templanza. Debemos ser veraces, justos, fuertes y moderados; así nos hacen esas cuatro partes que deben estar presentes para una vida honesta. Honestidad requisito para la vida política. (Ni antes ni ahora se ha cumplido, lo que no obsta para la validez de la aseveración de que es la regla, el estándar, el ideal, aunque sabemos que siempre comprobamos su derrota.) Veamos esta figura de la ley moral antigua, para ver luego cómo la reformula el cínico.
La vida pública no era una opción para los varones de la antigüedad, el ciudadano no puede no participar o actuar por proxy.[6] Debemos recordar que para los antiguos la vida política era la vida buena: la vida en la polis supone la participación del ciudadano, del común y corriente en los asuntos y en sus asambleas y, de los encumbrados, en la vida política más alta y visible, ocupando los curules del estado. Con el término idiota acusaban los antiguos a una persona privada, es decir, totalmente apartada de los asuntos sociales y políticos.[7] La antigüedad no conocía nuestro individualismo burgués, la deconstrucción, ni el nihilismo tardoburgueses. Como veremos, su cosmovisión -el sentido de la totalidad y de la verdad- es muy diferente de la moderna.
En Los deberes, Cicerón, en medio de la crisis final de su amada república, se aparta a su casa de campo para escribir este testamento político a su hijo Marco -para muchos, figura interpuesta del verdadero interlocutor: el joven y emergente Octavio, que será Augusto, primer emperador, unos pocos años después. Descarta vigorosamente para su hijo -para las nuevas generaciones próximas a relevarlo de sus trabajos en la escena pública- las escuelas de moda entonces: escépticos, que niegan la verdad: epicúreos que postulan el placer; y los ambulantes cínicos que rondan las ciudades antiguas con sus propuestas de una vida asocial y apolítica. Ninguna de estas escuelas le permitiría a los jóvenes -que son el lector imaginado por el abogado que escribe Los deberes- hacer la carrera de los honores requerida para las magistraturas. Propone pues -abogado al fin- multitud de reglas para hacer posible una vida honesta dedicada al calor de la política. Honestidad cuyo repetido axioma es no confundir lo público con lo privado.
1. Sabiduría: de la necesidad del saber para ser veraces
Romano, no griego, reconoce Cicerón la necesidad del estudio y el saber para poder ser veraces, pero sin exageración. El saber que consigue el estudio es para la acción, y la honestidad buscada es para resplandecer en la vida política. “Todo el valor de la virtud está en la acción.” Y acción, aquí, es el servicio de la república, ocupando sus magistraturas. Se descarta como virtuosa toda vida dedicada sólo al estudio, al saber como único amor, a menos que se tengan dotes excepcionales, “grandes y divinas cualidades” [8]que sólo poseen algunos. La excepcionalidad es una rareza. La que más adelante en este “testamento”, aplica sólo a Sócrates para justificar su indiferencia política.
También para el cínico la filosofía (el saber) y con ella la verdad es una de estas señales del camino hacia la felicidad, inseparable de la independencia y la libertad. Podría incluso convalidar aquello de que “Todo el valor de la virtud está en la acción”, pero el significado es otro, no se trata de que la vida de estudio o especulativa nos aleje de las obligaciones sociales y políticas. No interesa la Filosofía, sino la vida filosófica, -Sócrates es el modelo-, es decir, una forma de vida que auspicie la claridad mental. Esta búsqueda de la apolínea claridad conlleva un vivir y pensar que reclaman lo que los modernos (que todavía separan la mente del cuerpo) llaman las prácticas, los actos. Hay pues, también en el cínico, un distanciamiento de la vida de estudio, pero porque no tiene nada que ver con la felicidad; más bien al contrario. Se burla de las abstracciones filosóficas que no tienen ningún efecto en la vida que se vive en el cuerpo, aquí y ahora. Platón es un blanco frecuente, y parece que fue Platón quien lo bautizara “el perro”, dando el ambiguo nombre de la escuela. La sabiduría es un compromiso con la verdad a toda prueba, y dispuestos a pagar el precio o, más bien, amando el ostracismo y el repudio que van con ella. Y es que la obligación de ser veraces es con uno mismo. Como el Sócrates del Fedro, su pregunta es por sí mismo, por el autoconocimiento (por el délfico Conócete a ti mismo) como camino del saber. De ahí la hercúlea severidad y la ausencia de sentimentalismo del cínico –no hay lamento alguno por la no-pertenencia ni por el menosprecio que recibe-, más bien son buenas señales. La palabra y la vida –la que se vive, no la que se piensa o teoriza- no pueden tener disimulo ni agenda escondida, pero no por ser buenos, veraces o sinceros con los otros, más bien al contrario, el camino de la verdad requiere crecer en la apatía o indiferencia social. El cruce de caminos del cínico es la verdad o la escena social-política, la disyunción es exclusiva, uno u otro, no ambos.
Tomemos por ejemplo, la vida en vitrina del cínico, -la casa de Diógenes era un tonel en plena ciudad, que muchos asocian equivocadamente con nuestros homeless-[9], ¿a qué obedece? Podríamos pensar, en primer lugar, que escogió, como su maestro, una docencia estética: encarnar un espectáculo de pobreza, naturalidad y carencia que, contrario a lo que aparece, pone en escena un ser humano sin necesidades.
¿Retórica o atletismo? Autores hay que estudian la retórica cínica. Ahora bien, si hay retórica quiere decir que se busca persuadir, convencer, ser mirado, atendido y, de alguna manera, hasta aprobado. El propósito de escandalizar, de llevar la contraria, de desafiar, ¿no es acaso la forma más adolescente del ser para el otro? Demanda de lazo mediante la desaprobación, que no es muy diferente del lazo mediante la aprobación que nos proponía el abogado romano. Esta adolescente rebelión sería la forma más triste de la dependencia –que es de lo que huye el cínico aún a riesgo de su vida, la que expone a condiciones extremas antes que a la merced del prójimo. La guerra cínica contra el mundo de las necesidades (que crece conforme crece la socialidad), no puede ir a parar a la búsqueda de la mirada –da igual que censora o admirada- de los otros. Un perro callejero no se compromete por un poco de alimento.
El rechazo de la socialidad es un dispositivo de verdad, se trata de apurar cada vez más profundamente el desprendimiento inherente a la verdadera libertad. No quiere probarle nada a nadie, sino a sí mismo. Sí podemos decir, acudiendo a nuestra omnipresente psicología, que el cínico busca e invita el rechazo, pero porque éste le informa si va por buen camino, si va creciendo en fuerza y desprendimiento. Entra, cuando todos van saliendo, como un ejercicio. No es el eremita que se va al desierto. No es el poeta que se esconde tras los soportales para no ser reconocido por sus admiradores. No es Sócrates que, examinando a los importantes de la ciudad -y ganándose enemigos en ello-, haciendo un bien obtiene un mal. La filosofía es un saber para la vida, para la claridad mental, que es siempre puntual, eficaz sólo en el camino del desprendimiento y, el rechazo, es su escuela: la independencia (la no dependencia de los lazos sociales y políticos con sus pasiones, deseos interminables, ataduras, lazos, deudas y demandas, artificialidad, todos dispuestos para producir las formas más diversas de ofuscación y dependencia), es necesaria para la libertad.
La honestidad cínica respecto del saber, con su correspondiente propósito de crecer en claridad mental, prosigue el socrático no-saber porque lo heroico es saber que no sabemos, o lo poco que vale todo lo que sabemos, para los fines, existenciales, perseguidos. Saber que no sabemos, que siempre podemos aprender y crecer en independencia y, aún así, seguir el camino. Sólo arrancamos de un punto honesto si damos por supuesto ese fondo de no-saber que es otra manera de decir la forma más elemental de la Ley, esto es, la limitación humana, el continuo aprender y crecer.
2. Fortaleza: de la necesidad de ser fuertes para ser honestos
La capacidad reproductiva–que es el tema profundo de ese testamento político que es Los deberes- supone que se desea, no simplemente la conservación de lo que hay, sino aún más su incremento. La salud política no es sólo que haya romanos, sino que vayan a más, que haya crecimiento, incremento, florecimiento.
En la moral ciceroniana se ha de ser fuerte para alcanzar la serenidad de un alma libre de pasiones, esto es, libre de perturbaciones; magnanimidad o apatía afectiva, requisito para ocupar las magistraturas. Las pasiones (envidia, codicia, deseo de mando, pasión de gloria, etc) son fuente de perturbaciones, las que, nublándonos la apolínea razón, terminan haciéndonos injustos, es decir, rompiendo los lazos. La finalidad de alcanzar, retener y brillar en las magistraturas no es compatible pues con la injusticia a la que nos llevan las pasiones. La figura del magistrado codicioso es, en esta moral, una contradicción de términos. Ya Platón afirmaba la necesidad de que no deseen las magistraturas los llamados a ocuparlas (Rep. 520. a-b). Y es que se da por supuesto que la tarea común de los curules, de los cargos del estado, es la conservación de los lazos, lo que explica, como veremos, las muchas y pormenorizadas reglas que hacen la justicia de la que habla el abogado romano y la serenidad, imperturbabilidad, en que consiste su definición de la fortaleza.
Para el cínico también hay que ser fuertes. Hércules es el modelo, “el santo” de los cínicos por considerársele un héroe malentendido, no intelectual, que rechaza las perspectivas supraindividuales, comprometido con su sola perfección mediante el ejercicio del cuerpo y el alma, desprendido de todo lo que signifique menoscabo a su independencia y libertad.[10]. Fortaleza sí, pero ni la finalidad ni los medios son los ciceronianos. No hay que ser fuerte para ocupar las magistraturas, ni la fortaleza es un estado de imperturbabilidad interior. La claridad mental, finalidad del saber (del estudio y búsqueda de la verdad) es una constante en Occidente. La encontramos en Descartes: búsqueda de claridad mediante una vida de introspección solitaria en su gabinete. También Kant nos da su fórmula: cuando analiza el caos revolucionario de su tiempo se posiciona como espectador entusiasta, pero externo, distante. Sólo que la claridad mental cínica no se alcanza intelectualmente, es inseparable del atletismo, de un continuo ponerse a prueba.
Así la “búsqueda del deshonor” es elemento esencial de la gramática de sus gestos. “By means of public censure the cynic sought to attain hardness, apathy and freedom.”[11] Como vimos, tenemos dos hipótesis: una retórica o un atletismo, esto es, una praxis del desprendimiento en vistas de la fortaleza. Porque –y también a nosotros nos disgusta la vida cínica- la vida inhumana en vitrina, la práctica en espacios públicos de conductas reservadas a espacios privados, el rechazo de las protecciones que pueden dar las asociaciones, el marchar contracorriente, son maneras de probarse a sí mismo cuán poco importa la línea horizontal, la línea, para Cicerón obligada, de ser para los otros. La aspiración –quizá descabellada de este lado de la tumba- es que los otros no tengan ningún valor identitario: ser con (no hay que huir al desierto) sin ser para el otro, no depender, no sacar la identidad del otro, del comercio humano. Y es evidente que este estado no se alcanza sin esfuerzo, exige una suerte, muy dura, de “do it yourself”. Buscar el espejo ciego -que abomina Heidegger. La desaprobación que despierta no busca ni convencer ni ofender al otro, sino descubrir cuán poco importa el otro (la escena social) para nuestra felicidad. El escándalo no estaría referido al otro, no sería para el otro, sino para sí mismo, como manera de probar que también del otro puede desprenderse. Un niño bebiendo de sus manos le dio la lección de que podía desprenderse de su cazo como un objeto inútil, y el éxito de saberse con una necesidad menos. Rarefacción de la línea horizontal, ausencia de peso óntico y ontológico de la socialidad. La reflexión simétrica –las relaciones humanas ordenadas en función de equivalencias de fuerzas- tan atendida por poetas y filósofos –por primera vez se hace añicos. Actos, palabras y gestos autoreferidos, es decir, con los que quiere probarse a sí mismo cuán independiente de la escena social puede llegar a estar, y ser. Más que ante una retórica, estamos ante una práctica atlética, una prueba personal de fitness, como un atleta que mide solitariamente su capacidad de habitar el desierto. Y si de la línea horizontal esperaba poco, aún menos de la línea vertical. Cuando el augusto Alejandro, atraído por su fama, fue a verlo y le conminó olímpicamente a pedir lo que quisiera, Diógenes pidió que se moviera porque le tapaba el sol.
Pensemos los apodos y títulos con los que fue nombrado: Platón lo llamó “el perro”, connotando un ambivalente desprecio que Diógenes, con su apatía e ironía características, resignificó como un elogio. “Sócrates loco” que reconoce, la virtud de un discipulado extremo: la apolínea razón, por la entrega el ateniense su vida -véase la Apología-llevada hasta el delirio. “El ojo de Dios” que se asemeja a una voz que grita en el desierto. Pienso, sin embargo, que todos estos títulos tienen que haberle divertido a quien hizo, como Sócrates, del rechazo de sus coetáneos, virtud: impulso a la excelencia (autosuficiencia, independencia, libertad). ¿Por qué desinflar el desafío cínico en una retórica contestataria, siempre funcionalizada por la Política? Se probaba a sí mismo cuán ligero de equipaje podría hacer el viaje de la vida, sin las redes sociales y la ciceroniana hambre de mirada.
3. Templanza: ser moderados para ser honestos
Como todas las escuelas morales, rechaza el cínico la glotonería, la lujuria, la envidia, la pereza, pero no porque son el fruto de alguna ofuscación pasajera, de una parálisis momentánea de la razón y de la voluntad acometidas por las pasiones, ni por razones estéticas –como las interpretaba Cicerón-, sino porque son serias derrotas de la dura ética del desprendimiento, que es el camino de la virtud con vistas de la felicidad. Otra vez, Hércules es el modelo de vida para el cínico. Ascesis continua porque la práctica irá reduciendo las supuestas “necesidades” y haciéndonos cada vez más independientes y libres. No es un deber de moderación o de la ciceroniana imperturbabilidad interior, siempre en vistas de una estética que logre la aprobación del prójimo. Nada más lejos que una estética en vistas de logros sociales –ya sea de lograr aprobación en vistas a crecer en autoridad social o de provocar desaprobación en vistas de convencer y lograr adeptos para, a la postre, lograr también prevalecer-. No es por una lógica social relacional que se impone privaciones, ni porque el cuerpo sea una realidad ontológica inferior. No es que las pasiones, el incremento continuo del reino social de “la necesidad”, nos perturben y que, peligrosamente, muestran al prójimo las tormentas que hay detrás de nuestra magnanimidad y serenidad aparentes –lo que preocupaba al abogado romano- sino aún peor: que nos atan. Las pasiones, los excesos, son el camino contrario a la independencia y a la libertad. Nadie más atado, más esclavo, que el sibarita.
La vergüenza, como técnica de control social, no tiene cabida en el mundo del cínico. No hablo de que no sintiera vergüenza el autor o el espectador –cosa que no tenemos manera de saber-, sino que la llamada “desvergüenza cínica”, es un sinsentido. Si se interpreta como una retórica inspirada por un deseo de persuadir escandalizando al prójimo, se agota en un mecanismo adolescente de notoriedad que no tiene nada de cínico; si la interpretamos como un ejercicio atlético, el fruto sería la independencia, la soberanía de un vivir solitario. Era común en las escuelas morales antiguas el atletismo ético: el emperador Marco Aurelio –de la escuela estoica- cultivaba el hambre, ordenada servir la mesa, para sentarse frente a los manjares y retirarse sin probar bocado. El objetivo: vencerse a sí mismo, porque el enemigo de la virtud es uno mismo.
La escuela de la animalidad aclara el asunto. Sócrates se imaginaba como un tábano perturbador de la paz de las gentes y la democracia atenienses. Aristóteles y Cicerón verán en la colaboración de las abejas el modelo para el éxito de las repúblicas. Esta es la animalidad elogiada por antropomorfizada. Para el cínico que estudiamos, la animalidad no es una metáfora. La animalidad es la animalidad. Entre el filósofo y el animal hay semejanza, proximidad, familiaridad, coexistencia, de ahí que el cínico saque de ellos lecciones: la frugalidad, independencia y ausencia de derrotero del perro callejero es una lección moral. También la inventiva de supervivencia del ratón. En el seguimiento del apolíneo ‘conócete a ti mismo’, privilegia el cínico la escena natural impersonal (frente a la escena social-política).[12] Basta leer a Homero para ver que los antiguos tomaban la Naturaleza (la Physis) como espejo. Es por esta cosmovisión –manera de interpretar el Todo- que se puede ser apátrida y cosmopolita.
Para el romano, en cambio, tanto la magnanimidad, fruto del deber de fortaleza, y la templanza que nos obliga a ser moderados (cuarta parte de la honestidad) tienen un importante componente estético, deben darse a los sentidos del otro, presentarse en la puesta en escena en que consiste la política como teatralización del estado. El fin: la aprobación en vistas de los curules. La metáfora de esta colaboración son las abejas; obligación de ser para el otro. Otro que es un Nosotros. Tanto las políticas liberales de nuestro tiempo, como las marxistas, prosiguen esta apoteosis del animal político: una vida agotada en lo social-político, sólo que, para los antiguos, el orden humano no es lo último, como veremos.
4. Justicia: ser justos para ser ser honestos
A la Justicia, segunda parte de la honestidad ciceroniana, le dedica el abogado muchas páginas porque no hay para él vida buena sin lazos –deberes en el sentido de deudas- y la justicia es la única manera de conservarlos.[13] Esta voluntad de ser para los otros le viene de La república platónica y de la aristotélica consubstancialidad entre ser humano, es decir, hablante, y ser político (vivir en la polis). Cicerón habla como pater familias, es ésta su identidad sin grieta alguna, no hay para él pues manera de no intervenir en la escena social y política, a favor y en contra, es una obligación del padre. La justicia es el arte del lazo que, si acudo al lenguaje tecnológico de nuestros tiempos, hace posible el capital social requerido para la carrera de los honores, para vida política. Dado que la justicia es el como el pegamento de las relaciones humanas –la injusticia rompe los lazos- expone el abogado las innumerables y minuciosas reglas que deben guiar nuestra relación con los otros.
Ahora bien, si el individuo, el singular, se debe a la otros, hay dos líneas: la línea horizontal prosigue en la vertical, o a la inversa. En la línea horizontal está obligado (ob-ligado) por los lazos humanos, de los más próximos de la familia a los más lejanos de los diversos intercambios; en la línea vertical se debe a ley supraindividual, al Estado (la Ley de la ciudad). Pero más alto aún, para el romano, la moral (cómo conducir la vida) y la religión (la realidad última, los divinos) están funcionalizadas al servicio de la República, presiden sin discontinuidad sobre la escena política. Una especie In God WE trust romano. Lo resumo en el siguiente cuadro:
Presidiendo sobre las tres partes de la honestidad estudiadas arriba –sabiduría, fortaleza y templanza- coloco la Justicia, porque para los antiguos el orden humano bebe, participa, de un orden más alto. Justicia, en el sentido antiguo, como un orden, una regularidad, propia de la Physis (traducida pobremente por ‘Naturaleza’).[14]
Gustan los postmodernos de acercar Diógenes a Nietzsche[15]. Proximidad que, como aquella que lo confundía con los cristianos, es demasiado aparente y anacrónica para ser verdad. El isomorfismo de las condiciones de la experiencia y el objeto de la experiencia fue un supuesto de la cultura de Occidente hasta Nietzsche, quien sacrificó al sujeto de conocimiento con su noción de invención[16]. Esta noción refuta el misterio del acoplamiento de la razón humana con la razón ínsita en las cosas, asombro reverente de los antiguos –y de Einstein- y supuesto de la cultura de Occidente hasta NFM. Con estos la violencia –¿el Odio de Empédocles?- fue elevado a Principio y motor del devenir social, político y cultural. El sacrificio nietzscheano del sujeto de conocimiento hizo del conocimiento, del lenguaje, de la cultura, formas de violencia. No hay revelación (aleteia), descubrimiento, ni Eureka, sino pura voluntad de poder. Este no es el Mundo –la concepción de la totalidad- de Diógenes, ¡no podemos honestamente hacer del “Perro” un nietzscheano antiguo!
De ser Diógenes un nietzscheano antiguo, los cínicos serían los únicos que se habrían distanciado de la noción de Physis que atraviesa todo el pensamiento antiguo: la idea de que la Totalidad obedece un orden y regularidad, por encima del fluir o de la caducidad de lo particular e independiente del orden que llamamos Política y Sociedad. No hay que ser estoico para pensar que la Ley, el orden, la regularidad, no pertenecen sólo al orden social y político. La Ley apunta, en su significado primario, a la existencia del límite para todo lo que es, no sólo los humanos. Para los humanos, el término connota ese lugar oscuro, denso, perturbador, que nos notifica la existencia del límite y la limitación. Desde Heráclito y Anaximandro –dejo para un estudio separado este tema en Homero- los órdenes humanos participan de un orden superior, y cuando no lo hacen, no sirven para nada. Heráclito incluso dice que quien no ve esto está dormido y que la mayoría lo está. Cuando Diógenes admira al ratón, por ejemplo, es porque ve una sabiduría natural que puede enseñarle más que las convenciones rebuscadas de la vida urbana. La función especular se la atribuye a la impersonal escena natural, más que a la humana –y, supongo, que esto ofende al humanismo moderno: que los animales nos enseñen más que los coetáneos. También los lirios del campo. En este sentido estaría mucho más cerca de nuestra ecología[17] que del imperio nietzscheano de la arbitrariedad simbólica. Diógenes no le hace caso al orden humano, no se mira en él, porque no le confiere valor para los fines de claridad, independencia y libertad que persigue.
La Justicia es cósmica, cierto que supone lazos, pero estos no se agotan en lo social-político. Physis, Cosmos, aluden a un orden, una regularidad que enlaza todo. Las estaciones, el día y la noche, los cambios climáticos, las conductas de los otros habitantes del Planeta, son elementales ejemplos. La Physis, como afirma Daniel Heller-Roazem apunta a: “A juridical realm more archaic than civic law of peoples (ius gentium), a legal order common to all living things, animals no less than human beings.’’[18] Orden preexistente al orden político-social, del que éste, cuando sirve de algo, participa. También el logos humano participa de este orden. Cuando Pitágoras, por ejemplo, afirma que la estuctura de todo lo que es, es numérica, no está diciendo que esto es un invento de su mente, sino una revelación (aleteia), que él sólo ha retirado un velo, revelado una verdad que está ahí para todos.
Isomorfismo de la condiciones de la experiencia y el objeto de la experiencia -en palabras modernas- que sólo NFM y su postmoderna progenie- negarán, para dar paso a una concepción de la cultura, no sólo separada de la Naturaleza como se pensó en el Renacimiento, sino como violencia edulcorada. De ahí este mundo infernal, imperio del Odio, que ven las ciencias sociales y que hace entonces tan necesario al Estado. Este no es el Mundo de los antiguos: “As Aristotle points out in his discussion of the Presocratics, nature meant something akin to the idea of the processes and transformations of the physical world, that is, the recurrent ways in which, according to their nature, things living and inanimate, arise, remain in existence, and pass away. (…) thus nature stood for the ways in which, in accordance with the logical laws that govern the world, things come into being and cease to exist.”[19]
En esta cosmovisión, una vida frugal, independiente de los lazos sociales y políticos, no significa desprotección, abandono, alienación, locura. Sí podemos decir que Diógenes debió ser considerado un idiota (en el sentido apuntado arriba). No escuchar las convocatorias sociales ni atender al hambre de mirada que avasalla al abogado Cicerón, a los políticos y los magistrados, tiene diferentes implicaciones si habitamos el Mundo presidido por la Violencia de NFM o ese otro al que nos lleva la Physis. Los modernos tendrían que empezar a preguntarse si el imperativo de socialidad y participación política, incrementa la independencia, y con ella, la libertad. Es obvio que tiene poco que ver con la verdad y la claridad mental.
La reducción cínica de la dependencia es requisito para perseverar en el propósito de virtud y felicidad. Una vida limpia de todas las prótesis, artefactos y artificios con los que plagamos la nuestra. Esta independencia, que hay que ejercitar y que siempre puede crecer, es condición necesaria para la vida feliz y buena. No se trata pues de una iluminación intelectual, una teoría, o de esfuerzo intelectual o espiritual, sino de una práctica gradual y hercúlea del desapego y del desprendimiento que nos señala algunas decisiones y renuncias; decisiones como el lugar donde coincide la inteligencia, la voluntad y la acción. No se trata de la vida de la mente o de alguna propuesta especulativa, teórica, conceptual, o meditativa, del paulino hombre interior tampoco. Las decisiones requieren actos, una forma de vida. A caminar se aprende andando, la independencia es individual y hay que ejercerla, ejecutarla. Podríamos incluso decir que la inteligencia que importa es la ejecutiva, sólo que la soberanía buscada es sobre uno mismo.
Hemos querido probar que la moral cínica tiene aún sus lecciones. Que cuando Diógenes se niega a sacar su identidad de la Referencia social o estatal no está condenado -como lo están los postmodernos- al solipsismo, al narcisismo, al nihilismo. También los ecólogos, clausurando la moderna distinción Naturaleza / Cultura me han ayudado a dirigir una mirada menos prejuiciada sobre “el perro”.
Sócrates ante la ley
El caso inspirador es Sócrates. El caso perturbador -para Cicerón- también es Sócrates: un maestro –en el sentido más fuerte de la palabra- que desafió la ley de la ciudad: por no aspirar a cargo alguno, por no participar en sus asambleas, por dedicar su tiempo al examen y al saber, por menospreciar la ley de la democracia ateniense instilada por la sofística, por no referir su palabra y su acción a la ley de la ciudad sino a la voz del dios (Apolo) que le guiaba siempre, hasta en los momentos de mayor oscuridad, como el día del juicio del que saldría su condena a muerte. Sócrates es un individuo que se fue haciendo monumento. En él verán también los cínicos su ascendencia, especialmente en esa línea de su legado en que deja claro que su pobreza es su orgullo, porque es condición necesaria de su libertad, de poder dedicar su vida al examen y al saber, de vivir la vida que ama. Y por la que pagará el precio.
Cicerón tiene que atender este “caso”: una vida ejemplar, separada de la oficialidad y guiada por principios suprapolíticos. Aduce su excepcionalidad para dar por aceptables estas licencias. Pero a su hijo y a la juventud de su tiempo no les reconoce tan altas credenciales para seguir su ejemplo. El asunto es que del divino Sócrates salieron dos linajes: Platón, y su larga descendencia como los granos de arena,reclamarán a Sócrates como padre; pero de igual modo, Antístenes y Diógenes, cínicos que, también lograrán reproducirse por vías menos celebradas, tomando la pobreza como esposa, hacia la libertad.
Si acudimos al esquema propuesto arriba veremos que “el caso” Sócrates ve la línea horizontal, la relación con sus pares conciudadanos, como una misión: perturbar la vida orgullosa y confortable de la Atenas de su tiempo, su magisterio guiado por el imperativo de autoconocimiento puesto en práctica en sus conversaciones en la escena urbana. En la línea vertical, la ley de una ciudad corrompida por el afán de aplauso, la mentira y las riquezas. Pero más allá de ella, Apolo, dios de la luz, que ni siquiera ante la condena a muerte que contra él decide la ciudad, lo ha abandonado.
¿En qué sentido pueden los cínicos reclamar esta tan prestigiosa ascendencia? ¿Por qué quiere Cicerón cerrar la vía del cinismo para su hijo, si los cínicos se proclaman hijos de Sócrates? ¿Qué confusiones o malentendidos quiere, ya viejo y en desgracia, aclarar? Cierto que la indistinción entre vida privada y pública de los cínicos antiguos nos permite fácilmente acusarlos de deshonestidad o, al menos, de exposiciones deshonestas, pero, rodeados, como estamos, de tantas miserias honorables productos de la apoteosis moderna del animal político, no abandonaremos la pregunta por la forma de honestidad, de virtud (excelencia) para la felicidad, que nos propone la escuela cínica.
Algo pues debe haber digno de pensarse cuando Platón, Séneca, los Padres de la Iglesia, se ocuparon de Diógenes: “Sócrates loco”.
Notas:
[1]Agradezco al Departamento de Humanidades de la Facultad de Estudios Generales por un descargue de tarea académica que me permitió dedicarme a este ensayo.
[2]Cf. Luis F. Navia, Diogenes the Cynic. The War Against the World, Humanity Books, 2005;cf.tb. Giovanni Reale, “Anthistenes and the Foundation of the Cynic School” en A History of Philosophy I From the Origins to Socrates, Un SUNY, 1987.
[3] Cf. F. Gerald Downing, Cynics and Christian Origins, T & T Clark Edinburgh, Scotland, 1992;
Christ and the Cynics, Jesus and other Radical Preachers in First Century Tradition, J.S Press, England, 1988; cf. tb. Gilles Dorival, “L’image des cyniques chez les Pères Grecs”, en L’cynisme ancient et ses prolongements, PUF, Paris, 1993, p-419-443. Las semejanzas son externas –del orden estético y moral- porque las metafísicas son abismalmente distintas.
[4]El postulado común a Nietzsche, Freud y Marx (NFM en lo sucesivo), hijos del iluminismo y la revolución industrial, es la cultura como Violencia (voluntad de poder, lucha de clases, Thánatos vs. Eros). Como es sabido, la obra de estos prosigue en la de Foucault, Althusser, Lacan y su innumerable descendencia en la Academia. Ni siquiera los llamados contestatarios (post-NFM) se apartan de este imperativo de participación social-política, sólo que lo hacen desde una de estas tres posiciones: como un trabajo de zapa; mediante la perversión de la ley, o mediante una oposición funcionalizada, es decir, una oposición que se integra a la estructura que se supone ataca, se hace parte de ella, la hace funcionar. En todos los casos, la participación política se entiende, al modo antiguo, como un imperativo moral-político.
[5] Cf. Marco Tulio Cicerón, Los deberes, Editorial UPR, 1976; cf. tb Platón, La república, Libro 7mo. & 519-520.
[6]En Atenas “se podía acusar y condenar a un hombre por incivismo, es decir, por falta de apego al estado (…) su gobierno cambió sucesivamente de monarquía a aristocracia y a democracia, pero ninguna de estas fórmulas concedió al hombre la libertad individual entendida como el derecho de existir frente a la ciudad y sus dioses.” Cf. Pedro Badillo, Antología de filosofía griega, Editorial UPR, 1987, p.16. En la platónica Apología de Sócrates, éste expresa, desafiante, que no participó en las asambleas e instituciones de la ciudad porque sus fines de vida eran más altos.
[7] Cf. Navia, op.cit. p162.
[8]Cf. ed.cit. Libro primero XLI. 148.
[9] El homeless encarna más bien la figura de la víctima que publicita su minusvalía como manera de cobrar una deuda, de exigir reparación. Lo interesante de la figura de la víctima -subjetivación tan frecuente en nuestros días- es que nos demanda una justicia (en la forma de reparación) que es infinita, es decir, la víctima nunca se sentirá reparada, sólo renovará constantemente la herida y la demanda. Al contrario de lo que se piensa, sólo la responsabilidad, es decir, la aceptación de la herida, curaría a la víctima.
[10]Cf. Ragnar Hoistad, Cynic Hero and Cynic King: Studies in the Cynic Conception of Man, Uppsala, 1948.
[11]Daniel H.H. Ingalls, “Cynics and Pasúpatas: The Seeking of Dishonor”, Harvard Theological Review: 281-298.
[12]Nunca podremos celebrar lo suficiente esa etapa del pensamiento de Occidente (siglo VI a.C) en que nació el Logos, no por alguna exaltación humanista de las capacidades humanas, sino, al contrario, por la conciencia, reverente, de la Physis.
[13]Triunfará en el Occidente moderno el sentido romano de la Política, esto es, la política atada a lo jurídico (lo político-jurídico). Debería sorprendernos que el artificio jurídico-menos importante que el político- lograra colonizar todas las relaciones humanas para convertirse en la rejilla por la cual se mira, evalúa y pesa todo. Los modernos viven una cultura de la Justicia jurídica. La gradual deconstrucción postmoderna del orden institucional laico (matrimonio, familia, política electoral, instituciones reproductivas, servicio público, etc) ha propiciado el éxito de las relaciones humanas organizadas en términos contractuales. La administración de la UPR, por ejemplo, ha desarrollado la campaña de la discusión del Prontuario durante los primeros días de clase para que se constituya el contrato maestro–alumno (!!!). Tarea que, por razones contractuales con una institución carcomida por la burocracia, realizo ante la mirada extraviada de ¿la segunda parte?, en mi caso los prepas. A falta de otro elemento cohesor, quedan en Puerto Rico al menos los lazos que establece el contrato y los conflictos y demandas que hace posible. La burocracia administrativa ha encontrado en este dispositivo una superficie de intervención con un aula que no la requiere ni la reconoce. Cuando se reclama justicia económica o educativa termina siempre por buscar acogida o traducción en el registro jurídico, como si fuera la única vía de implementación: apoteosis de lo jurídico independiente del axioma político. Dejo al lector la imaginación de un futuro próximo en el que todas las relaciones humanas estén organizadas como contratos y, también, la imaginación de relaciones humanas organizadas más allá o fuera del contrato.
[14]Es durante el Renacimiento que nace la distinción Naturaleza / Cultura, identificando la primera como algo Otro (la animalidad, los indios) del que la Cultura nos saca, nos libera. Nada más lejos de la Physis: ésta sostiene la vida precisamente por una fecundidad que vence la caducidad de lo particular. Esta separación de la Naturaleza justificará para los modernos la apoteosis del Estado-protector, renovación del patriarcalismo para el mundo secularizado burgués. Estos prestigios del Estado laico son tales que hasta los cristianos, buscando entrar en esta nueva teatralización, han hecho de Jesucristo un Trabajador social.
[15]Cf. R. Bracht Brantham, “Diogenes’ Rhetoric and the Invention of Cynicism”, en Le Cynisme Ancien et ses Prolongements, ed. cit.
[16]A partir de La verdad y las formas jurídicas y El orden del discurso acudirá Foucault a esta noción nietzcheana para el trabajo que desarrollará de ahí en adelante.
[17]Cf. David Abram, Becoming Animal. An Earthly Cosmology, NY, Vintage Books, 2001; George Mombiot, Feral. Rewilding the Land, Sea, and Human Life, Penguin Books, 2013.
[18] Cf. The Enemy of All. Piracy and the Law of Nations, NY, Zone Books, 2009, p. 60.
[19]Cf. Luis Navia, op. cit p.144-5.